Puri Pérez.
Yo tenía una vecina, digo tenía porque las dos nos cambimos de casa. Era una época en que las buenas vecinas se dejaban las llaves por lo que pudiera pasar, ahora eso sí, cada una en su casa. Tenía dos hijos: el pequeño era un poco mas mayor que mi hija y ella siempre me hacia bromas de aquellas, mi hijo y tu niña podrían con el tiempo hacerse novios. A mi hija, al oír eso se la llevaban los demonios y le daba una vergüenza que corría a su habitación. Hoy en día lo recordamos soltando una risotada. Son anécdotas que se quedan gravadas como otras muchas.
Ahora la situación es muy distinta. Ella se quedó viuda y poco a poco se fue apoderando de ella la demencia, o el alzhéimer, no se muy bien, porque tampoco los hijos no se explayan a la hora de hablar de ella. La llevaron a una residencia y allí pasa la vida, si a ese estado se le puede llamar vida. Yo la recuerdo menuda, ¡pero con una vitalidad! No paraba, valiente, amable y generosa.
Una tarde mucho antes del Covid, decidí con el permiso de sus hijos, hacerle una visita. No me arrepiento, pero verla así me produjo una tristeza enorme. Tan frágil, tan hermética, tan ausente, con la mirada perdida ¿quién sabe dónde? Quizás en su mar de Galicia, o paseando bajo la lluvia de su tierra, cuando era adolescente y reía y se enamoraba. Yo la observaba, le cogí la mano y se la acaricié. Ella esbozó una pequeña sonrisa, a mí me resbaló una lágrima por mi mejilla.