Puri Pérez. Es un día precioso, de finales de octubre. El otoño se palpa, se huele, se respira. Un día de esos cálidos, con una pequeña brisa y un sol tímido que acaricia los árboles. Desde mi pequeña terraza, miro hacia mí alrededor y veo la calle, obreros con sus chalecos reflectantes y sus cascos, taladrando la acera, con ese ruido tan latoso que nos hace cerrar puertas y ventanas..Pero miro hacia enfrente y tengo la montaña, mi medio pulmón, mi media naranja. Veo árboles más altos, más bajos, vestidos, desnudos, y arbustos, matorrales, todo tan apiñado que parece que no haya caminos, ni arroyos, ni veredas. Es algo mágico, ese momento que, observando la montaña, te impulsa a salir hacia ella, es como si te llamara, te invitara a pasear, a pisar su tierra, su hojas secas. A abrazar sus troncos, a descansar en alguna fuente, en cualquier piedra.
Es un día precioso de otoño, sueño y me imagino caminando por esos bosques frondosos del Pirineo de Huesca, con sus colores anaranjados, o quizás paseando por el Montseny y por esos bosques de castaños centenarios. Perdiéndome en un campo de olivos, con un andar torpe y pesado, admirando el gran regalo, el majestuoso olivo, con sus ramas vencidas por el peso de las aceitunas que siguen engordando, esperando el frío invierno para ser recogidas y convertirse en oro líquido y amargo. De nuevo, abro los ojos y aún siguen ahí los obreros con la hormigonera, sus voces, su trabajo. Y yo seguiré gozando de este cálido día otoñal, con mis sueños, mis olores, mis colores, mis sabores de castañas asadas, panallets y boniatos.