Puri Pérez. Era yo prácticamente una niña, cuando nos invitaron a pasar unos días a Málaga. Era también por algún asunto de trabajo o para comprar herramientas para el campo, no sé, la cuestión es que nos pusimos en marcha.Salimos del pueblo en un autobús de línea y yo vagamente recuerdo que debía de ser mayo o junio, porque iba vestida con un vestido de rayas azules y una rebequita blanca y calcetines cortos de croché. El autobús iba haciendo paradas para descansar y en algún pueblo paraba para recoger algún viajero. En el trayecto yo iba callada, ensimismada en el paisaje que tenía por delante, campos repletos de olivos verdes todos bien alineados y una tierra seca y gris plateada por el sol de media tarde.
Cuando por fin llegamos a Málaga el sol se estaba escondiendo. Era una puesta de sol como antes nunca había visto, el sol bañaba el mar y fue un momento mágico. Era la primera vez que yo veía el mar y me quedé clavada delante de él con una sensación de pánico y de respeto, tanto que me puse a llorar. Para calmarme, un amigo de mi padre me regaló una pelota que botaba mucho, tenía unos dibujos imitando a rodajas de melón, cada una de un color diferente, lo que más me gustó fue su olor, un olor a plátano, a vainilla que aún hoy lo tengo guardado en mi recuerdo.
También recuerdo ver a un hombre delgado con un sombrero de paja y una canasta colgada delante de su pecho, le llamaban el “cenechero” un vendedor ambulante de pescado fresco de la misma playa de Málaga, que ofrecía a los viandantes vociferando “pescao, “pescao fresco”.
Todo para mí era atrayente, como las mujeres que vendían las biznagas que son unos ramos de flores de jazmín de intenso y agradable perfume. Fue este mi primer viaje importante de mi niñez, y ahora en mi edad bien adulta quisiera regresar a Málaga para cerrar los ojos y oler a mar, a pescado a biznagas.